martes, 8 de diciembre de 2009

Asdrúbal Aguiar // El problema no es la Carta


El asunto es el cambio de los gobiernos que hacen de la democracia una mascarada
Manuel Rosales, en reciente visita a Washington, declara desde allá lo evidente. América Latina vive una mascarada democrática. Y no podemos menos que convenir con su afirmación.

Los gobiernos autores de la Carta Democrática Interamericana, teniendo bajo examen la experiencia de Alberto Fujimori como presidente del Perú, quien una vez electo traiciona los postulados de la democracia, no imaginaron que otro fenómeno más ominoso, a la par, se les hace presente. Los viejos cultores de la democracia popular marxista -viudos del Muro de Berlín y a partir del Foro de San Pablo- toman por asalto las formas de la democracia liberal para asumirlas como propias, pero por una razón táctica y no por obra de una rectificación histórica. El propósito deliberado es usarlas para vaciarlas de todo contenido. En otras palabras, se trata, según la óptica de los discípulos de Karl Marx, de acabar a la democracia con sus propias armas, y quizás, por ello mismo, Alain Touraine advierte alguna vez que la democracia es víctima de su propia fuerza. El tema no queda allí. Coinciden los hechos con el igual debilitamiento de la estructuras del Estado latinoamericano -demasiado grande para las cosas pequeñas del ciudadano y demasiado pequeño para los grandes desafíos del siglo XXI- copio el giro de Luigi Ferrajoli -y de allí que sus espacios de poder los ocupen, venidos desde ultratumba, "dominaciones" personales" de izquierda, que Max Weber mejor califica de carismáticas. Hugo Chávez Frías es el epígono, no cabe duda.

Es este, pues, el modelo que anclado en Caracas sucesivamente se expande hacia la Bolivia de Evo Morales y el Ecuador de Correa, y que Mel Zelaya pretende repetir sin éxito en Honduras, tanto como Lula, en apariencia, no pierde la esperanza de impulsarlo en Brasil, al través de una eventual constituyente.

Una parte de nuestro Continente, en suma, de buenas a primeras y transido por los efectos de la real politik petrolera y sus beneficios económicos colaterales, se afinca así sobre el "fraude democrático" y decide volver atrás las páginas de la doctrina interamericana escritas desde 1959.

La propia OEA, en el caso de Honduras, toma mano de la clásica tesis del golpe de estado y resucita a conveniencia una parte de la Carta Democrática Interamericana a pedido de sus manifiestos y más contumaces violadores, Chávez Frías entre otros. Y lo hace para la defensa del presidente hondureño depuesto por los suyos mediante los recursos del Estado de Derecho -los mismos que se aplican para defenestrar al presidente Carlos Andrés Pérez, contra quién su indicado causahabiente se alza por la vía armada. Mas hace caso omiso, la misma OEA, de la otra figura dispuesta por la Carta, a saber, las "alteraciones constitucionales" graves de Zelaya, que constituyen un igual e imperdonable atentado a la democracia.

Al juego diabólico, para mayor perturbación de la idea de la democracia, se suma el Secretario del órgano regional, José Miguel Insulza, quien, a propósito del desmantelamiento de los principios de alternabilidad en el poder, de separación de los poderes, de respeto al pluralismo, de garantía universal de derechos humanos y de libertad de prensa, que ocurre en Venezuela, arguye encontrarse inhabilitado para actuar, por respeto al principio de No intervención.

De modo que, la enseñanza es evidente. Cualquier presidente latinoamericano electo mediante sufragio, según Insulza, puede socavar las instituciones democráticas siempre y cuando lo haga por vía de mascaradas, de artificios democráticos.

Rosales propone como solución hacer de la Carta Democrática Interamericana un tratado, es decir, un instrumento jurídico internacional con mayor fuerza vinculante para los Estados miembros de la OEA. Y en este aspecto sí hemos de disentir con el Alcalde de Maracaibo, proscrito y exilado por Chávez.

El problema de la Carta no son sus aparentes falencias jurídicas o la acusada ausencia -lo que no es verdad- de su carácter obligatorio. Sólo media falta de voluntad política en la mayoría de los miembros de la OEA para darle su efectividad. Por lo cual, la solución no está en la Carta, cuyos postulados, por cierto, desarrolla de manera prolija y en su jurisprudencia la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El asunto pendiente y necesario es el cambio de los gobiernos que hacen de la democracia, como lo afirma Rosales, una vulgar mascarada.

No se olvide que la Convención Americana de Derechos Humanos es un tratado. No obstante, Chávez, con el respaldo de Luisa Estela Morales, Presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, se revela impunemente contra sus términos y hasta señala no estar dispuesto a acatar los dictados ni de la Comisión ni de la Corte Interamericanas.

correoaustral@gmail.com

Asdrúbal Aguiar es ex-ministro de Relaciones Interiores de Rafael Caldera

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